Nuestra oficina está a pie de calle y tiene unos grandes escaparates donde es agradable ver a la gente pasar camino del trabajo, a los niños de los colegios cercanos y a las señoras que van a hacer sus recados. Como por fuera los cristales hacen efecto espejo casi todo el mundo aprovecha cuando pasan para acicalarse el pelo o dedicarse una auto-mirada sexy, lo que genera más de una situación divertida cuando alguno se da cuenta de que nosotros estamos al otro lado viéndoles los caretos que están poniendo.
Muy de cuando en cuando –la belleza es escasa por definición– pasa por delante una mujer de esas de bandera y uno no tiene más remedio que levantar las manos del teclado y girarse para regalarse la vista. Pero como ya me vas conociendo querido lector en mi caso la cosa no queda ahí: en cuanto mi cerebro más primitivo se ha dado el festín, otras partes más evolucionadas cogen el testigo y se ponen en funcionamiento con una reflexión recurrente: la pesada carga de la belleza para las mujeres.
Y es que yo pienso que no debe ser fácil ir cargado con toda esa «artillería» de un lado para otro: con un tipazo, una melena brillante, una cara bonita y esa actitud de «aquí estoy yo, puede empezar a sonar la música». Me recuerda a ese artículo que escribió una compañera de Sara Carbonero en la Universidad de Periodismo:
(…) Carbonero ya era famosa en la Facultad, donde la apodaban «Pocahontas» por «su pelo largo y lacio, su tez morena, sus ojazos y su esbelta silueta». «Yo nunca supe el mío, aunque quizás nunca tuve», compara la misiva. «Recuerdo un día, esperando para hacer un examen en septiembre, que entró por la puerta con un top básico y un vaquero. Se hizo el silencio en la clase y todos la miramos», rememora, «a eso me refiero. Yo no dejo sin respiración una clase entera ni ilumino una habitación con mi presencia. Tampoco cubrí un Mundial de Fútbol ni me besó mi novio delante de toda España, tras ganar la Copa del Mundo».
¿Cómo será la vida siendo uno así? Podemos pensar que algo más sencilla y puede que estemos en lo cierto… pero ¿cómo se debe sentir una persona cuando es consciente de que a veces tiene a moscones a su alrededor escuchando lo que dice simplemente porque está como un queso? ¿con todo eso a cuestas cómo saber si alguien te quiere por el motor, por el chasis o por la carrocería?
¿Y cuándo va pasando el tiempo y esa belleza empieza a abandonarte? Esta claro que estas mujeres -si no se vuelven locas con el bisturí- siempre conservarán algo de su belleza natural y estarán «muy-bien-para-su-edad»… pero eso no quita que ya por suerte o por desgracia nadie vuelva la cabeza al pasar a su lado.
En otra realidad en el cole cerca de mi casa hay un alumno adolescente, delgadillo, encorvado, con gafas de culo de vaso y mentón diminuto que ojea el móvil a un palmo de distancia vestido con pantalones cortos de gimnasia, calcetines de deporte blancos y zapato negro de vestir. Lo veo cada día y no puedo evitar pensar: «pobrecillo, es que lo tiene todo«… y cuando un coche para fugazmente a su lado para recogerlo suelo inclinar la cabeza un poco para ver cómo es el padre… y el caso es que nunca logro verlo del todo bien, pero yo creo que es un tío normal. Tal vez de joven era como su hijo y se fue puliendo, se operó de la vista, se apunto a un gimnasio, aprendió a vestirse mejor…
Me consuela pensar que a este mundo hemos venido con una misión de aprendizaje. El hermoso a convivir con su belleza y aprender a perderla progresivamente, el menos favorecido a ingeniárselas para ir sacando de donde no hay y compensar con otras virtudes.
Yo que sé, son cosas que me da por pensar… y os libro de abrir el melón de la pesada carga de la inteligencia: imagina ser Richard Feynman -Nobel en Física- y que un periodista te pregunte alegremente el porqué se atraen los imanes y que te toque soltarle un speech de 7 minutos sólo para hacerle entender lo imposible que es explicarle algo de tal calado a un ciudadano de a pie.